Yéshua en banquetes de ricos

Eloy Roy, pmé

Yeshua querido, se te ve a veces en banquetes a los que los ricachones suelen invitar personalidades como tú para impresionarlas con su riqueza y hacerles sentir que ellos son los dueños del pueblo. El que aceptes esas invitaciones tira abajo tu imagen de hombre solidario de los pobres y te gana la fama de ser un glotón, un borrachín y un chupamedia de los de arriba. (Mateo 11,19).


Si aceptas acercarte a esos banquetes es primero porque a ti y a tus compañeros les viene muy bien llenarse una tripa de vez en cuando. Pero no vas allí solo para eso, sino también y sobre todo porque esos banquetes te ofrecen una oportunidad de oro para plantear ante los que mandan en el pueblo lo que para ti más te importa en el mundo. Y lo que más te importa en el mundo es el Reino, o sea la clase de sociedad que haría falta hacer emerger para que nuestro mundo no sea más un infierno para una cantidad infinita de humanos.

        El Reino

Como siempre, lo tuyo, lo piensas desde el corazón de Dios. Ahora bien, la sociedad que el Reino quiere generar desde el corazón de Dios, se podría comparar (¡qué casualidad!) con un banquetazo fabuloso. Cada día, los humanos de todos los horizontes compartirían la misma mesa en igualdad, en justicia y en amistad. Comerían alegres, no solo para llenarse el estómago, sino también para realizar las aspiraciones más elevadas de su ser profundo.


Para nosotros, dicha sociedad, a la que designas con el nombre de “Reino o Régimen de Dios", es obviamente una utopía pura (es decir: algo fantástico que no se encuentra en ninguna parte). Para ti, no es así. Para ti, aquel Reino (llámese también “el paraíso en la tierra”) YA se está haciendo realidad dentro de los mismísimos tumultos más horrendos del mundo presente.


¿Quién lo va a creer? ¡Nadie!… Sin embargo, la famosa BUENA NUEVA tuya, la misma que, al compartir tu propia vida con nosotros, nos mandas que la proclamemos al mundo entero…radica en esta misma novedad imposible de creer. Y sí…

       Compartir

“Compartir” es la  llave-maestra que abre la puerta del Reino. Es la palabra que mejor sintetiza esa buena nueva tuya. Quien tenga sed de justicia y de libertad, de sentido y de plenitud, lo hallará en el compartir. Porque el compartir es un verdadero milagro. Es el único milagro capaz de sacar al mundo de su estado salvaje y de rescatarlo de la muerte. 


De todos los milagros relatados por los evangelios no hay ninguno que supere el de ese chico quien, no teniendo más que cinco panes y dos pececillos, los comparte contigo y con un montón de hambrientos. Al compartirlos, ese niño da de comer a 5,000 hombres (sin contar las mujeres y los niños, porque no cuentan naturalmente…), los que no solo se hartan todos, sino que dejan sobrando además una buena cantidad de canastos repletos para alimentar al resto del mundo. 


Con eso, mi formidable  Yeshua, el “misterio de la fe” que se canta en las misas, aquí mismo deja de ser misterioso. En ese milagro espectacular culmina tu vida  entera. En él brilla también la síntesis suprema de  tu Gran Buena Noticia para el universo. 


Parece mentira, pero solo ese milagro, el de  compartir todo en la Justicia y la Fraternidad, nos puede llevar a realizar lo imposible. Solo ese milagro puede derribar las montañas de iniquidad que aplastan a miles de millones de personas de nuestro planeta. Solo él puede lograr que se  rompan de una buena vez las cadenas de toda esclavitud. Sólo él nos puede hacer pasar de la muerte a la vida.

       Les premiers chrétiens

De no ser por los dichosos “Dinosaurios”, el Compartir sería una práctica normal y asumida en el mundo. Pero esos seres jurásicos de apariencia humana que monopolizan las tierras, los recursos y las riquezas del mundo y hacen de todo aquello su propiedad privada, ellos son los que todo lo bloquean. Son ellos los que impiden que circule la vida. Su poder de obstrucción es abismal.


Lo peor es que todos, aun los más santitos, tenemos un dinosaurio adentro. Porque eso de acaparar las cosas para hacernos más fuertes y poderosos y mejor dominar a los demás, es algo instintivo que lo tenemos en nuestros genes. Algo que forma parte de nuestra identidad archimilenaria. Algo que se remonta a nuestras raíces animales. Solo el compartir nos puede liberar de esa bestia.


Según parece, Yeshua, no tienes nada en contra de la propiedad privada. Por lo contrario, tu deseo es que cada humano tenga su pequeña propiedad privada, o sea su propia parte de la riqueza de la Tierra, de manera que todos podamos vivir en dignidad, libertad, justicia y paz. (Hechos 2, 44-47; 4,32-35). ¿Será eso algo tan complicado?


Los primeros cristianos ensayaron la aventura sencilla y grandiosa de compartir sus bienes de acuerdo con las necesidades de cada uno. Pero a los dinosaurios no les gustó. Echaron su furia contra la comunidad. La persiguieron, la dispersaron desbaratando por completo su proyecto lleno de promesas. La desolación duró un largo rato pero, unos siglos más tarde, el mismo sueño repuntó. Inspiró la creación de un sinnúmero de comunidades de monjes que pulularon por Medio Oriente y toda Europa. Esas comunidades ponían absolutamente todo en común y se dedicaban al rescate de los cautivos y a la pacificación de los pueblos, tribus y etnias que toda la vida guerreaban entre sí. Fueron el motor más importante de la civilización y del desarrollo de Occidente.


Del mismo ideal evangélico surgieron luego miles de órdenes religiosas de varones y mujeres, las que hasta hoy en día, en las regiones menos favorecidas y más remotas del planeta, se siguen dedicando al servicio de los demás, hablando un sinnúmero de lenguas e involucrándose en sectores a veces inimaginables de la vida humana. Es gigantesco lo que se ha construido en la historia con una caridad e incluso un auténtico heroísmo salido directamente del evangelio.


Lo más luminoso de todo aquello, sin embargo, ha tenido también su lado oscuro. No faltaron los extravíos, los errores burdos, las traiciones irreparables, los contra testimonios (algunos de ellos monumentales), los abusos cometidos en nombre de un evangelio quo no era, no es y nunca será el del Crucificado del Calvario. Mucha cizaña se metió en el campo para asfixiar el grano bueno, pero, con todo, el amor auténtico y desinteresado de centenares de miles de personas que hoy en día callan, no se defienden y solo aguantan y sufren, sigue siendo el corazón de una humanidad que, a pesar de todo, no va a morir y que algún día volverá a florecer.


Por muy lejos que estemos de realizar siquiera una pizca de la gran utopía del Compartir Universal, esa utopía sigue siendo y siempre será un sol para inspirarnos, impulsarnos y mostrarnos el camino...


       Misa

Compartir la misma mesa crea lazos de amistad y solidaridad. De ahí que el banquete ha llegado a ser un signo fuerte de identidad para los cristianos. En el ámbito católico lo llamamos “misa”, la cual, antes de convertirse en un ritual sacrificial pagado para sacar las “almitas” del purgatorio, era sencillamente un alto en el camino de la vida, una simple comida compartida en grupos para renovar las fuerzas de todos y seguir adelante. 


Pero, con el tiempo, esa comida de la misa se ha espiritualizado y  convertido en un ritual complejo que casi ha dejado de parecerse a una comida. En ella el pan ya se parece muy poco a pan, y el vino está tan racionado que casi no se nota. Además, se prepara todo de antemano según normas tan llenas de detalles  que haría falta ser adivinos para detectar allí un compartir realmente espontáneo y auténtico. A pesar de las luces, de los  ornamentos sacerdotales, de los cantos, de las campanas, de la música de órgano y montones de flores, el ambiente de aquellas misas, excepto en círculos reducidos, no es muy festivo. Muy poco nos acercamos unos a otros; muy poco nos hablamos, muy poco nos miramos y nos reímos. La alegría espontánea, las emociones, los contactos, los dejamos en la entrada de la iglesia o de la capilla para retomarlos a la salida. Como en el cementerio...

       Soñar

Considerando el nivel  aún poco avanzado de la evolución humana, el Compartir Universal está muy fuera de nuestro alcance. Sin embargo, al tenerlo siempre como proyecto, al menos en nuestros sueños,  y al valorar sinceramente  aquel compartir que a todos los niveles ya se está dando en el mundo (en lo afectivo, intelectual y científico, en lo artístico, en lo espiritual y en las cosas ordinarias de la vida), con toda seguridad la cultura del Compartir va a llegar a imponerse como una fuerza  tan natural y tan vital como la comida, el agua, el aire y el sol.  Casi ya lo es de todas maneras aunque falta mucho. 


Somos grandes y a la vez somos pocas cosas. Lo más cierto es que no hemos terminado de nacer.   Hechos de luz y de barro,  lo que a menudo prevalece en nosotros es el barro y lo oscuro. No obstante, no nos desanimamos, porque tú, Yeshua, nos adviertes que en el propio barro, en lo oscuro y en lo pequeño es donde germina el Reino. De allí la intuición de que en el compartir sencillo, se pudiera encontrar tal vez, y ¿por qué no?, el sentido profundo de nuestras vidas…o sea la “perla de gran valor” que un mercader descubriera de repente entre las montañas de chucherías de algún mercado pulguero (Mateo 13, 31-32 y 45-46).


Sea como fuere, querido Yeshua, es así como al banquetear de paso con ricachones, has empañado  tu fama de santo varón. Pero, gracias a ese escándalo,  dejaste inscrito para la eternidad en el menú mundial de la vida la increíble Buena Noticia tuya del  Compartir  Universal. Menú pesado, por cierto,  para todos los Dinosaurios de los bancos del mundo, pero altamente recomendado para llenar las bocas de  todos los muertos de hambre del resto de la humanidad. ¡Qué venga ya el Reino!

Acerca del autor:

Eloy Roypmé. es un sacerdote de la Sociedad de Misiones Extranjeras de Quebec. Nacido en Beauceville, Quebec, fue ordenado sacerdote en 1962 en la parroquia San Francisco de Asis. Su caminar misionero comenzó en Honduras, donde estuvo presente desde 1963 hasta 1972. Luego fue enviado a Argentina, donde misionó desde 1976 hasta 1992. Posteriormente fue enviado a China, ahí permaneció desde 1993 hasta 1999.

Finalmente regresó a Canadá, actualmente reside en la Casa Central de la Sociedad Misionera. 

Pueden seguir sus escritos en su blog personal: 

Yeshua es la forma hebrea del nombre Jesús, derivada de Yehoshua (יְהוֹשׁוּעַ), que significa «Yahvé es salvación» o «Yahvé salva». En los textos bíblicos, Yeshua aparece como una forma abreviada de Yehoshua, comúnmente traducida al griego como Iēsous (Ἰησοῦς), que más tarde se convirtió en Jesús en inglés. Este nombre tiene un significado teológico importante, destacando el papel de Jesús como aquel a través de quien la salvación de Dios es traída a la humanidad. Las raíces hebreas del nombre reflejan su profunda conexión con la misión divina de redención.