“Contigo Aprendí el Valor de la Solidaridad”

María Beatriz Medina



Cada comedor popular u olla común – como le llamamos en Perú-, es un espacio sagrado. Al abrir la puerta, entramos a un recinto donde se mezclan las verduras y la sazón, con lo que cada mujer trae consigo de casa: sus dificultades, alegrías, desánimo, esperanza. Sobre todo, ¡mucha esperanza! Mezclando los ingredientes y la vida, va pasando la mañana. 

Cuando uno menos lo espera, las “ollas” están listas para repartir-se, partir-se, distribuir-se, dividir-se con mi hermano, con mi hermana. Como si fuera una liturgia de la solidaridad de principio a fin. “Y que alcance para todos.  Y si no alcanza le dono mi porción” – dicen casi cantando las mujeres. Así de generosas y entregadas son estas señoras organizadas de las Partes Altas de Comas.

Esta cadena de solidaridad fue vivida más intensamente durante la pandemia, cuando no había qué poner en la olla. Cada hogar sentía el peso de la pandemia, tratando de sobrevivir con lo que podía. Ante este reto, bastó que una vecina se animara a decir: ¡cocinemos juntas! “Yo tengo arroz” – dijo una. “Y yo frijoles” – dijo otra. “Y yo tengo cebolla”. “Y yo pongo el aceite”. “Yo no tengo nada, pero puedo cocinar y lavar la olla”.  Y la solidaridad hizo el milagro.

De madrugada, desafiando el frío o la lluvia, salían a recoger la leña para cocer los alimentos. Se organizaban para ir al puerto o al mercado a buscar los rastrojos de pescado y verduras.  Otras donaciones llegaban de las iglesias y otras instituciones. Juntas, lograron por ley, que el gobierno mensualmente les enviara la ración que necesitaban.

La solidaridad que experimentaron entre ellas, las hizo ver más allá de sus propias necesidades. Empezaron a pensar en los que menos tienen y en los más vulnerables. Ellas, ¡como unas expertas en trabajo social!, les llaman “casos sociales”. Son los abuelitos, las personas con necesidades especiales y los enfermos de la comunidad. 

Otras veces se transforman en verdaderas sicólogas: escuchando, consolando, y animándose mutuamente. Recuerdo que, cuando había algo que no podían resolver por sí solas, bajaban a mi casa para contarme lo que estaba pasando. Y así, juntas, tratábamos de darle una solución al asunto.

Cuando hay solidaridad, trabajo en equipo, liderazgo, y amistad, ¡todos ganan!  Imaginen cuánto ahorro hay en una casa cuando se tiene resuelta la comida del día.

Estas mujeres tienen que sortear otras muchas dificultades, como las críticas de algunos vecinos, o el esposo que les demanda quedarse en la casa, exigiéndoles la atención de los niños, vigilar las tareas del colegio, entre otros desafíos. Pero ellas mismas reconocen lo bueno que es estar organizadas, empoderadas y trabajando juntas. 

Hoy en día, ellas se reconocen diferentes, al ir adquiriendo nuevas capacidades de las que no eran conscientes. El trabajo en equipo ha mejorado la autoestima de estas mujeres, permitiéndoles descubrir habilidades y talentos que no sabían que tenían, fomentando la amistad y el compañerismo. Todas éstas, herramientas útiles para mejorar su vida y la de la comunidad.

Yo les quiero agradecer a cada una de ustedes, con las que compartí mi tiempo de misión en Perú, por enseñarme que lo que hacen a diario es un acto sagrado. Es una extensión de las manos de Dios a cada  hermano. Y por enseñarme que la solidaridad es la muestra de amor más grande, pues nos hace salir del “Yo” de mi corazón egoísta y cerrado, para pensar en “Nosotras”.


María Beatriz Medina 
Misionera Laica